Érase una vez


Érase una vez una niña llamada Alicia. Pero no era la Alicia del País de las Maravillas, era otra Alicia (igual le debiera haber puesto otro nombre para evitar confusiones, pero me gusta Alicia). Y el caso es que Alicia tenía un perro que se llamaba Sol. Sol y Alicia siempre tenían aventuras juntos. Una vez desenterraron los huesos de un dinosaurio en el patio trasero. Y otra vez descubrieron las antiguas ruinas de una ciudad maya bajo la cama de su madre. He de aclarar que en esta ocasión su madre no pensó que era muy divertido encontrar la ropa de invierno dispersa bajo su cama y masticada por el perro. Y también habían subido el Monte Everest y volado alrededor del mundo en un tirachinas gigante. En fin, esas cosas que hacen los niños con imaginación. Porque naturalmente éstas eran aventuras imaginarias. Y Alicia sabía la diferencia entre realidad y ficción, no crean que estaba como una cabra. Una tarde, Alicia y Sol se colaron en el sótano, donde su padre guardaba sus herramientas. Alicia y Sol estaban buscando los tesoros escondidos de las momias cuando ella tropezó con Sol y se tuvo que apoyar en el mostrador de herramientas, que se desplazó un poco, dejando caer martillos, clavos y tablas de madera. En lugar de golpear el suelo, todo lo que cayó se... desvaneció, sin hacer ruido. Curiosa, Alicia miró debajo de la mesa, pero las herramientas no estaban. Cuando se dio la vuelta, su perro Sol se estaba desvaneciendo también, bajo el mostrador, como si estuviera cayendo en una grieta de un lago en deshielo. ¡Sol! gritó Alicia. Alargó la mano hacia él, pero estaba demasiado lejos. El perro ladró una última vez antes de desaparecer en el agujero de debajo del mostrador. ¡No! Gritó Alicia, y se lanzó a por su compañero de aventuras bajo la mesa de herramientas. Al momento notó como sus pies no tocaban el suelo y como si hubieran abierto una trampilla bajo ella, comenzó a caer en el misterioso agujero. Al principio la oscuridad la rodeaba por todas partes, negra, fría y aterradora. Entonces vio a Sol, agitándose en la distancia, volando sin control y trató de ir hacia él, como si estuviera nadando en el vacío infinito. Jadeando, al fin Alicia consiguió llegar hasta Sol y se aferró a él, mientras no dejaban de caer, caer y caer, sin fin, para siempre. Cerró los ojos de miedo y de repente, notó como la oscuridad de sus ojos cerrados se volvía rojiza, como cuando bajas los párpados tras haber mirado fijamente una fuerte luz. Se atrevió a abrirlos y vio el cielo. Notó entonces que ya no caía en el vacío, sino que estaba acostada sobre una superficie blanda y fresca. Alicia y Sol se encontraban tumbados sobre la hierba, mirando el cielo más azul que habían visto en su vida y como una manada de pequeñas nubes blancas revoloteaban pausadamente. Alicia de puso en pié y miró a su alrededor. Estaban fuera, en el jardín delantero de su casa, rodeados de las herramientas de su papá, clavos, y algunas tablas de madera. ¿Cómo? se preguntó. ¿Cómo habían llegado hasta allí? Regresaron a la casa y volvieron a bajar por las escaleras hasta el sótano. Allí estaba: el agujero, debajo del escritorio de las herramientas de su padre. ¿Qué era? se preguntó. ¿Un portal? ¿Un agujero negro? ¿Un tele transportador a su jardín? Dejando ir a Sol por las escaleras, arrastró la mesa de nuevo sobre el agujero, cubriéndolo. En caso de que alguna vez lo necesitara, pensó Alicia, estaría allí. Y vaya si lo necesitó... A todos nos gustaría dejarnos caer a veces por un agujero negro y teletransportarnos lejos.

1 comentarios:

Rafa Jinquer dijo...

Quevedo hubiese dicho:
"te echo de menos" (u "os echo de menos")
pero con tantas palabras, luce más.

Publicar un comentario