A veces oigo cosas sobre la
cultura que me indignan. El pasado septiembre tuve la oportunidad de codirigir
Marte, una feria internacional de arte contemporáneo en Castellón, que no se
hubiera podido realizar sin el apoyo del Ayuntamiento de la ciudad y la Diputación,
entre otros muchos. He de decir que ninguna de las entidades que participaban
en la organización tuvo ni siquiera la intención de supervisar la programación,
delegada a un grupo de profesionales. Lo curioso es que esta afirmación la he
tenido que repetir hasta la saciedad ante la mirada atónita de muchos. Y es que
la subordinación de las manifestaciones culturales a los postulados del poder
es algo tan grave como habitual. No obstante, aún hay algo más indignante, y es
la manipulación de la cultura, el encumbramiento de ciertas propuestas y la
censura de otras, no por obtener un beneficio político, sino por creer (el
responsable institucional) que su criterio de selección es el bueno, el único y
necesario para el pueblo.
Nos estamos acostumbrando a que
en nombre de una ética o de un juicio estético particular se cercene y coarte
la libertad de la expresión artística, de la libre expresión, y lo que es peor,
a que se nos diga qué podemos ver y qué no, fomentando el acritismo. El
ninguneo de los profesionales de la cultura es molesto, pero lo peor es el
desprecio hacia la sociedad, a la que se la supone menor de edad e incapaz de
escoger qué le gusta y qué no, programando una oferta cultural que responde
únicamente a un gusto determinado. Nos dicen qué no podemos ver por una
cuestión de moralidad retrógrada, como si no existieran otros modos de vivir o
de pensar, y aún más, qué no debemos ver porque no gusta estéticamente a quien
tiene el poder, como si el nulo bagaje cultural que se le exige a un político
le otorgara la venia para decidir sobre nuestra manera de sentir, sobre cuáles
deben ser nuestros gustos.
No nos equivoquemos, es la
limitación y la precariedad intelectual de quien manda la que provoca el
autoritarismo. La cultura sirve para despertar conciencias, crear sentido
crítico, no para salir en la prensa por llenar aforos. La distorsión de la
función de la política, servir a los intereses de todos, embrutece cualquier
atisbo de evolución social, y la vigilancia del arte desde posiciones de influencia
y privilegio sólo nos lleva a la ceguera intelectual.
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