Se
fijaron los dioses en Enriqueta Hueso. Dos de ellos, al menos.
En
concreto
Afrodita,
en la mitología griega
la diosa
de la belleza,
el amor, el deseo y la reproducción; y Dioniso, el dios de la fiesta
y la locura, de la exaltación y el desorden.
Las
antítesis estilísticas que representan estos dos dioses, y que
caminan una junto a otra, casi siempre luchando entre sí, solo de
vez en cuando aparecen fundidas, y entonces se produce la delicia de
la existencia de una obra en la que todos gozamos de la pasión.
Las
pinturas son algo muy real. Pero lo que Enriqueta Hueso quiere crear
y transmitir pertenece ya al ámbito de lo divino. Mientras
los colores flotan aún como imagen de la fantasía ante los ojos del
artista, éste continúa jugando con lo real. Cuando el artista
traspasa esa imagen al entendimiento de todos y nos la hace visible,
ya está creando como un dios, como una diosa,
en este caso.
Y
es que Enriqueta Hueso crea con los colores utilizándolos solo lo
necesario para hacer nacer con ellos una nueva vida. Juega con
apariencias abstractas que no solo engañan, sino que embaucan. Pues
es propio de la esencia de Afrodita esa mesurada limitación, ese
dominio de las emociones más salvajes, esa sabiduría y sosiego del
artista. Y digo sosiego
pensando bien el sustantivo, pues a pesar de su conocida vehemencia,
el ojo de Enriqueta Hueso posee el sosiego de Afrodita. Aun cuando
parezca a veces encolerizada y siempre pasional, se halla divinamente
bañada en la solemnidad de la bella apariencia con que sabe
convertir todo cuanto toca.
También
hay algo en Enriqueta Hueso de Dioniso, pues en su embriaguez (la del
dios que no la de la artista), quedaba anulado el principium
individuatiotis
(principio de individuación), con lo que lo subjetivo desaparece
totalmente ante la eruptiva violencia de lo general, de lo humano, y
más aún, de lo natural y, en consecuencia universal, que es lo que
define la obra de Enriqueta Hueso. Todas
las delimitaciones que la necesidad y la arbitrariedad han
establecido entre los seres humanos desaparecen en las obras de
Enriqueta. Es común, ante su obra, sentirse mágicamente
transformado. Es casi algo sobrenatural. Acepto que cuando la pintora
crea, los animales no hablan, ni la tierra da leche y miel, aunque
igualmente Enriqueta tiene motivos para sentirse Dioniso, porque todo
lo que vivía sólo en su imaginación ahora es percibido, sentido
-mejor dicho- por otros.
El
lector me reclamará, justamente, que dedique algunas líneas a las
características estilísticas de su obra. Aquí las tiene. Enriqueta
Hueso crea de una manera casi cruda y brutal, resucitando en sus
obras, con frecuencia a gran escala, una pincelada textural,
expresiva y de colores intensos.
Es
una resistente caminante hacia la libertad creativa. Detrás de
su abstracción se esconde la filosofía, la duda y el deseo. Es,
efectivamente, una obra descaradamente abstracta. Todas las obras
evidencian una respuesta visceral a través de la aplicación del
color, aunque algunas emplean un enfoque más rebuscado y pictórico,
y por ello más eficaz para atraer al
espectador.
No obstante, es fácil ver en alguna de sus pinturas la invocación
de una nube de tormenta de Tiepolo, las colinas en el fondo de una
crucifixión de El Greco;
los pasajes alucinógenos de mármol de Fra Angélico, o las
meditaciones de Hockney en las ondas de una piscina. La imitación de
aleatoriedad natural es el pasatiempo favorito del pintor abstracto,
pero se diría que en este caso su imaginería tiende a ser
metonímica más que metafórica.
Es
un enfoque, el de Enriqueta, que explícitamente invita a muchas
interpretaciones. Se manifiesta una intencionalidad y también una
accidentalidad, como si se deleitara en empujar al espectador a una
posición de interlocutor con el lienzo. Tengo una obra suya en mi
casa y a veces me produce una sensación de profunda desesperación;
en unas ocasiones veo una ira sin resolver por parte de la artista;
en otras estoy ante la representación del furor erótico, o la
exhortación a la revolución. Pero siempre transmite una gran pasión
y me recuerda que estoy vivo aún. No me cabe ninguna duda de que
Enriqueta Hueso se involucra en el juego psicológico de pulsar
nuestros botones emocionales con el color.
Desde
luego es una pintura salvaje que me recuerda en cierta medida a Die
Brücke en cuanto a que aquel grupo
de pintores alemanes expresionistas reunidos en Dresde entre 1905 y
1913, creían
que la fuente de inspiración era el instinto y el impulso humano, y
por tanto, despreciaban las reglas de la sociedad. En todo caso
Enriqueta Hueso es una salvaje. Y no hablo concretamente de los Junge
Wilde, aunque hay evidentes coincidencias en el uso de pinceladas
rápidas y amplias e imágenes expresivas de colores intensos. El
término joven
salvaje
se refería originalmente a un grupo de físicos jóvenes de la
década de 1920, que revolucionó, con nuevas formas de pensar, la
mecánica cuántica, y, como a muchos de aquellos artistas de finales
de 1970, la palabreja se aplica en todos los segmentos de la sociedad
a personas que están a punto de desplazar lo establecido. En eso es
salvaje.
Y
encima tiene pinta de buena persona. Y de ser una tía moderadamente
feliz. Como yo, supongo. Probablemente como tú, lector. Y creo que
esa pinta de buena gente y
su moderada felicidad se basan en su humanidad.
Como
habrá apreciado el lector, abandono el análisis estilístico y
vuelvo a mis particulares percepciones sobre la persona que anda
detrás de las pinturas, si es que la autora y sus obras no son una
misma cosa. Así pues, si lo que busca es un estudio objetivo, puede
el lector abandonar aquí. Si no, tampoco queda tanto por leer,
aunque advertido queda de que lo que viene a continuación es
subjetivo, y quizá por ello más verdad.
¿Se
puede ser salvaje y buena persona? ¿Afrodita y Dioniso? Sí, si te
muestras salvaje con la injusticia, con la mentira, con el dolor y el
sufrimiento. Con el fracaso y la incomprensión. Muchas de las series
de Enriqueta Hueso, las más monocromas y enraizadas con la grafía
oriental, me producen una profunda tristeza, una sensación de
fracaso. Son como un golpe fuerte en mi cabeza. Y, sin embargo, son
las que más me gustan, más me atraen y más me acercan a la visión
transformadora del mundo que tiene la artista. Quizá
sea porque allí donde el hombre es más humano es en el fracaso, en
sentirse incomprendido, tratado injustamente, golpeado por la
sociedad. Muchos somos los que encontramos belleza en la caída.
Cuando una persona se siente vilipendiada, se presenta vulnerable y
ruedan por el suelo las caretas. En cambio, supongo que por malsana
envidia, siempre me ha parecido vulgar el éxito. ¿Te has dado
cuenta, querido lector, de que los triunfadores de hoy son los de
siempre? Seguro que no eres el único al que le huele peor la
arrogancia del ganador que el sudor del derrotado. Igual al leer esto
crees que Enriqueta y quien escribe somos amargados y resentidos,
pero detén tu apresurado vivir y deléitate con la hermosura que
acompaña la impotencia de lo humano y la liberación de asumirse
limitados.
Hace
años, pululando yo en otros hemisferios, anoté una frase del
periodista peruano César Hildebrand. La obra de Enriqueta Hueso ha
hecho que la recordara. Decía que el éxito suele ser el espejismo
del hoy y que muchísimos fracasos son la posteridad del mañana. Así
que, cuando veo una obra de Enriqueta a mí me da por pensar: “Amiga
mía, lo tuyo es un elogio a todos los que jamás serán molestados
por un autógrafo; a los que agachan la mirada ante la agresividad; a
los que no encuentran las palabras para declararse a esa mujer o a
ese hombre que los sobresalta; a los descendientes de las derrotas; a
los carne de cañón; a los últimos que jamás serán los primeros;
a los que hacen cola en el hospital público; a los que tienen la
mejilla reventada de tanto ponerla; a los que lo han perdido todo
alguna vez; y a los que se creen poco y valen mucho”.
Porque
en este mundo asesino de singularidades, mandado hacer por idiotas
belicosos, ¿qué es éxito y qué es fracaso? ¿Es un fracaso ser
consecuente con lo que se piensa y pagar por ello? ¿Es un fracasado
el apaleado a las puertas del Banco Mundial? ¿Es un fracasado el que
llora a solas por las ballenas? Es un incomprendido, un luchador, un
valiente.
La
obra de Enriqueta parece alimentarse de las experiencias de aquellos
que surcaron los intentos de la vida y no alcanzaron más que el
olvido de una incomprensión. Porque la injusticia es una fosa común
donde yace la mayoría; una fosa que almacena un conocimiento y
sabiduría conmovedores.
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